La hoy conocida como “
Princesa de Amon-Ra” o
“Sacerdotisa de Amon-Ra” vivió alrededor del año mil quinientos antes
de Cristo. Cuando murió fue depositada en un bello sarcófago de madera,
embalsamada y enterrada en una cripta en Luxor, junto a la ribera del
Nilo. Más de tres mil años después, a finales de 1890, cuatro jóvenes
adinerados de Inglaterra visitaron las excavaciones que se desarrollaban
en ese lugar.
Allí pudieron contemplar el hermoso sarcófago de la princesa recién
extraído de la cámara mortuoria. Pujaron por él hasta que uno de ellos
fijó una suma demasiado alta para los demás e hizo que algunos nativos
trasladaran la valiosa pieza a su hotel. Horas más tarde, el nuevo
propietario del sarcófago se internó solo en las arenas del desierto y
no volvió a ser visto jamás. Al día siguiente, uno de sus tres
compañeros perdió un brazo tras ser herido accidentalmente por el
disparo de uno de sus criados egipcios. La maldición atacó a los dos
restantes al volver a Inglaterra: uno descubrió que sus ahorros se
habían esfumado; el otro quedó inutilizado por una grave enfermedad y
terminó sus días vendiendo cerillas en la calle.
Tiempo después, y tras la racha de infortunios, el sarcófago llegó a
Inglaterra dejando un rastro de desgracias. Su nuevo dueño, un
empresario del lugar, sería una nueva víctima de la cadena de extraños
percances: tres de sus parientes resultaron heridos en un accidente de
coche y su casa se incendió. La superstición pudo con el caballero, y
donó la pieza al Museo Británico. La supuesta maldición
actuó ya durante el transporte del objeto, ya que el camión se puso en
marcha de forma inesperada y atropelló a un peatón. Además, uno de los
operarios que lo llevaba se rompió una pierna y otro murió a los pocos
días aquejado por una enfermedad desconocida. Los problemas se agravaron
cuando el precioso ataúd se colocó en la sala egipcia del museo: los
vigilantes escuchaban golpes y sollozos que venían del interior del
sarcófago; otras piezas se movían sin causa aparente; se encontró a un
guardián muerto durante la ronda y los otros dejaron el trabajo; las
limpiadoras se negaban a trabajar cerca de la momia… Por fin se decidió
trasladar la pieza al sótano para evitar problemas. No funcionó. Uno de
los conservadores murió y su ayudante cayó muy enfermo.
La prensa comenzó a hacerse eco de la maldición. Un reportero hizo
una fotografía del sarcófago. Cuando la reveló, había una horripilante
cara humana en lugar del pacífico rostro bellamente pintado en la
madera. Se dice que, tras contemplar la imagen durante un rato, el
fotógrafo se fue a casa y se pegó un tiro. Finalmente, el Museo
Británico decidió desprenderse de la “Princesa”. Un coleccionista la
compró y, tras la clásica cadena de muertes y desgracias, la encerró en
el desván y buscó ayuda.
El llamamiento del asustado caballero fue atendido por Madame
Helena Blavatski,
toda una autoridad en el mundillo ocultista de principios del siglo XX.
Nada más entrar en la casa sintió como una presencia maligna emanaba
del desván. Descartó la idea del exorcismo y suplicó a su propietario
que se deshiciera de ella con urgencia. ¿Pero quién, en toda Inglaterra,
iba a querer comprar una momia maldita? Nadie. Afortunadamente,
fuera del país surgió un comprador: un arqueólogo americano que achacó
las desgracias a una cadena de casualidades. Se preparó el envío a Nueva
York. La noche del 10 de abril de 1912, el propietario consignó los
restos mortales de la princesa de Amon-Ra en un barco que se disponía a
atravesar el Atlántico con dos mil doscientos veinticuatro pasajeros: el
trasatlántico clase Olympic R.M.S. Titanic.
¿Leyendas? ¿Una serie de acontecimientos y casualidades frutos del azar? ¿O quizas… ?
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